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La espiritualidad de San Francisco de Asís
 

Advertimos al lector que, del amplio aparato de notas que lleva el libro, aquí suprimimos muchas de ellas, así como las numerosas referencias bibliográficas.

Al descender la gracia divina sobre una naturaleza tan bien provista de dones intelectuales y tan adornada de cualidades físicas y morales como la de Francisco, debía producir una espiritualidad en extremo fecunda. Fue tal la influencia ejercida por esta espiritualidad en el movimiento franciscano y por él en la vida religiosa de los siglos posteriores, que es indispensable conocerla bien a fondo.

Elementos esenciales de toda vida espiritual son: 1.º, un ideal particular; 2.°, un conjunto de ideas y sentimientos que de él derivan; 3.°, caracteres que la especifiquen; 4.°, frutos que le sean propios.

Nuestra vida espiritual consiste en tender a la perfección, o lo que es lo mismo, en esforzarnos por conseguir nuestro fin mediante la unión con Dios según la doctrina de Jesucristo. Desde los primeros días de la Iglesia no han cesado sus obispos y doctores de presentarnos a Jesús como el modelo acabado del cristianismo, y de explicarnos en sus sermones y en sus comentarios a la Santa Escritura las funciones y los fundamentos de la vida espiritual. Difícilmente se hallará algo más variado que la aplicación de estos principios, porque aun cuando la doctrina predicada y practicada por Cristo es necesariamente el ideal a que todas las almas cristianas deben aspirar, ni todas se inspiran en ella de la misma manera, ni todas beben el amor de Dios en la misma fuente principal, ni producen todas idénticos frutos. De ahí esa maravillosa diversidad de espiritualidades en el seno de la Iglesia Católica.

I. Ideal de San Francisco

Las diversas fases de la conversión de San Francisco nos hicieron ya asistir a la génesis de su ideal. Primeramente, una fe viva y sencilla iluminó su alma, no bien el sentimiento religioso se hubo despertado en ella; bajo los rayos de esta luz, el temor de Dios y el arrepentimiento se apoderaron de él. Más tarde, la visión de Jesús Crucificado enciende en su corazón un amor ardiente, que le comunica la valentía necesaria para someterse a las purificadoras pruebas del propio renunciamiento, ineludible preliminar de toda vida perfectamente cristiana. Y, por último, este encendido amor le lleva a la imitación de Cristo. El amor fue quien reveló a Francisco -que no había cursado las escuelas teológicas- las excelencias y grandezas del dogma de la Encarnación. Que de él estaba plenamente penetrado, nos lo dicen sus cartas, sus reglas, sus admoniciones casi en cada una de sus páginas. El Verbo hecho carne es el centro de su vida: Jesús, el Hijo de Dios, es para él en verdad el mediador entre Dios y los hombres, el autor de nuestra salvación, el fundamento de nuestra esperanza, Aquel por quien y en quien es necesario orar, el camino, la verdad y la vida, la luz del mundo... nuestro modelo.

Imitar a Cristo, será, pues, el ideal de San Francisco de Asís. Su principal deseo, dice Tomás de Celano, su intención más elevada y su resolución suprema, era el observar en todas las cosas el santo Evangelio, practicar la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, seguir sus huellas e imitar sus ejemplos (1 Cel 84). «¡Oh, cristianísimo varón -exclama San Buenaventura-, que en su vida trató de configurarse en todo con Cristo viviente, que en su muerte quiso asemejarse a Cristo moribundo y que después de su muerte se pareció a Cristo muerto! ¡Bien mereció ser honrado con una tal explícita semejanza!» (1).

San Francisco no se contenta ni con una imitación parcial o puramente externa, ni con una fácil y remota semejanza. Su constante ambición fue la de evitar el fariseísmo y profesar una religión verdaderamente interior. «El espíritu de la carne -decía- quiere y se esfuerza mucho en tener palabras, pero poco en las obras; y no busca la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres» (1 R 17). «¡Ay de aquellos que se contentan de solas las apariencias de vida religiosa!» (2 Cel 157). Para él, imitar a Cristo no consiste solamente en regular su conducta tomando por norma de vida los preceptos y consejos evangélicos más o menos mitigados por los consejos de la prudencia humana, sino en hacer suyas propias las ideas de Cristo, en sentir y pensar como Él pensaba y sentía y obrar como Él obraba.

San Francisco ansía la unión e identificación más perfecta posible con Jesús. A ello le ayudaba poderosamente la naturaleza objetiva y realizadora, que en los días de su juventud le hacía vivir en constante compañía de los héroes legendarios de la caballería. Él quisiera experimentar ahora en su cuerpo y en su alma los dolores sufridos por el Divino Maestro. «Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido me concedas antes de mi muerte: la primera, que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores». Esta plegaria, que las Florecillas (III Cons. sobre las Llagas) ponen en boca de San Francisco antes de recibir las Llagas, tal vez no sea auténtica; pero no puede negarse que ella expone en toda su plenitud la sublimidad de su ideal. «Tened en vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Fil, 2,5), había dicho San Pablo, el primero y más preclaro doctor de esta imitación de Cristo, llevada, según frase del mismo Apóstol, «hasta la comunión en sus padecimientos, hasta hacerme semejante a él en su muerte» (Fil 3,10).

Toda la espiritualidad de San Francisco se encierra en estas palabras. La conformidad de su vida personal con la vida de Jesús fue tan íntima, tan integral su imitación, que se diría haber caído en un literalismo a primera vista sorprendente. «Nunca fue oyente sordo del Evangelio -nos dice Tomás de Celano- sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo a la letra sin tardanza». Jesús dijo: «A nadie llaméis maestro», y Francisco prohíbe el empleo de dicho término para designar a los superiores de su Orden. Jesús dijo: «Nadie es bueno sino Dios», y Francisco cambia el nombre de su médico de cabecera, que se llamaba Bongiovanni (Buen Juan), en Bembegnato (LP 100; EP 122).

Estos ejemplos de servilismo a la letra del Evangelio, y otros varios que tendremos ocasión de examinar más tarde al hablar de la pobreza, denotarían en San Francisco muy limitados alcances, si no conociéramos ya la habitual amplitud de sus miras, ni halláramos otra explicación de todo en todo evidente en su encendido amor, que le inspiraba el más profundo respeto a toda palabra salida de los labios de Jesús.

El Evangelio es el sello de Cristo, y el espíritu franciscano es su leal impronta en el corazón de Francisco de Asís.

II. Fuentes del ideal de San Francisco

1.- Su amor a Jesús

El Cardenal Odón de Chateauroux ( 1273), en un discurso pronunciado ante los Frailes Menores, observó ya el lugar preeminente que en la vida del Pobrecillo ocupa la caridad. Después de haber exaltado la austeridad de su pobreza, continúa diciendo: «No fue ciertamente por la literatura o la ciencia como el bienaventurado Francisco descubrió este género de vida, sino por el fervor y la devoción de su caridad, ya que sólo por el ardor de la caridad puede llegarse a un tal renunciamiento».

Siguiendo el ejemplo de Tomás de Celano y San Buenaventura, todos los historiadores posteriores del Seráfico Padre han puesto de relieve la vehemencia de su amor a Dios. «Bien lo saben cuantos hermanos convivieron con él: qué a diario, qué de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús; qué dulce y suave era su diálogo; qué coloquio más tierno y amoroso mantenía. De la abundancia del corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que llenaba todas sus entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros. ¡Oh, cuántas veces, estando a la mesa, olvidaba la comida corporal al oír el nombre de Jesús, al mencionarlo o al pensar en él! Y como se lee de un santo: "Viendo, no veía; oyendo, no oía". Es más: si, estando de viaje, cantaba a Jesús o meditaba en Él, muchas veces olvidaba que estaba de camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a loar a Jesús. Porque con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su corazón a Jesucristo, y éste crucificado, fue señalado gloriosísimamente sobre todos con el sello de Cristo» (1 Cel 115). Con tan fervoroso afecto, dice a su vez San Buenaventura, era transportado en Cristo, y el Amado le profesaba en retorno tan familiar amor, que, como dijo a sus compañeros, sentía la presencia del Salvador como si realmente lo tuviera antes sus ojos... Cristo Crucificado, añade el Seráfico Doctor, moraba de continuo cual ramillete de mirra en su corazón, y por el incendio de su excesivo amor Francisco ansiaba a su vez transformarse plenamente en él (LM 9,2).

De donde resulta que el amor de Dios, y más particularmente de Jesús, era la razón última de todos sus actos; de la heroica determinación de consagrarse ora a la vida activa de la predicación, ora al sosiego de la contemplación en la soledad; de la práctica de sus virtudes, de una pobreza tan rigurosa, de una humildad tan sincera, de una caridad tan generosa y tierna; de sus viajes para evangelizar a los infieles y de su sumisión a la Iglesia. Tan profundamente penetrado estaba de este amor, que él imprimió a su piedad un carácter particularísimo de familiar intimidad con Jesús.

Todo le recordaba la persona del divino Maestro: el cordero que es llevado al matadero (1 Cel 77), el gusano que se arrastra a sus pies (1 Cel 80), las piedras sobre que camina y, más que todo, los pobres que encuentra a su paso (1 Cel 76; 2 Cel 83. 85).

Verdad es que todo en la vida del Hombre-Dios le era amable y caro; pero los rasgos de la fisonomía divina que más particularmente se complacía en imitar son -como los textos arriba alegados lo insinúan- aquellos en que el Hijo de Dios parece desplegar más amor y abajarse más, los anonadamientos de la Encarnación y Redención. «Tenía tan presente en su memoria -dice Celano- la humildad de la Encarnación y la caridad de la Pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84). Y es que la Cruz que acompaña al Salvador desde Belén al Calvario sintetiza a los ojos de Francisco todo el misterio de Jesús. Ella es el objeto habitual de su contemplación (2 Cel 85), el pensamiento dominante de su piedad, la chispa que incesantemente mantiene viva la llama del amor.

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